
Los ojos que jugaron a la libertad
A ambos lados de un camino pedregoso que un día debió servir de lugar de paseo para los vecinos de Medyka, está montado un campamento solidario donde se puede encontrar todo lo intrínsecamente bueno. Tortitas con Nutella hechas al momento, rotuladores de todos los colores posibles, miles de camisetas y pantalones, ¡zapatos sin fin! También hay payasos y gente que reparte Chupa-Chups además de botes para hacer pompas de jabón que vuelen libres al cielo de Polonia.
Todo sería un Shangri-La, un sueño palpable demasiado bonito como para ser real. Los protagonistas apenas toman un café o un caldo, haciendo caso omiso a todo lo que sucede a su alrededor. No deja de ser un choque de realidad con ficción: abandonar el olor y el dolor palpable de la guerra, el sonido de los misiles y aparecer, de repente, en un paraíso.
Me encuentro con Francisco, un madrileño de Navalcarnero.
-Cada día es distinto, no sé dónde voy a dormir.
Cuenta dentro de una tienda de campaña militar con colchones a los lados y mantas y más mantas por encima. En el centro, una de esas estufas que acostumbramos a ver en las terrazas. La temperatura ha llegado a descender, dentro, a doce bajo cero.
Las manos entrelazadas son las más de las comunes entre estos hoteles improvisados. Es un amor de verdad. Las madres cruzan sus dedos con los de su hijo o hijos que miran a todos lados a tanta gente desconocida. Acuden cansados, a menudo con los pelos alborotados, con maletas de ruedas desgastadas de un periplo por lo que un día fue su país.
En esta tendencia dicotómica en la que nos imbuimos, bien y mal, blanco y negro, eterno y mortal, es imposible no pensar en la capacidad atroz del reloj para romper existencias. Porque la diferencia entre misiles, desacuerdos políticos y quince -¡quince!- terroríficos días hacen pensar que poco más de tres semanas atrás, un lado y otro de la frontera lejos de ser mundos distintos, eran iguales.
Sus pequeñas manitas se agarraban a unos barrotes de una de las vallas de separación entre refugiados y cooperantes. Ese otro camino es el último que recorren en tierras polacas los recién llegados desde Ucrania antes de montarse en un autobús que les conducirá a lo que, en muchos casos, serán el resto de sus días. París, Berlín, Madrid, ¿a quién le importa dónde estén en el mapa si allí nos aseguran algo tan onírico ahora como es vivir?
Miró de reojo a los fotógrafos de las agencias francesas que tirados en el suelo, como yo con mi iPhone, quisimos captar ese momento. Una mirada que embebía a la vez el hola y el adiós, de esas que no se olvidan nunca y que representan qué, cómo, cuándo, dónde y casi hasta el porqué de una guerra. De esta y de cualquiera.
Los barrotes, que suelen ser sinónimo de prisión, eran para aquel pequeño la próxima parada a la libertad. Por delante, una vida, una infancia que nunca volverá a ser igual y la realidad pasados esos minutos entre materialismo tan de corazón como frugal. Esa, esa puta realidad.