
El día que me fui a la guerra
Solo en ese momento me di cuenta de dónde iba. Ellos estaban allí inmóviles, sin enterarse de nada. Estaban cubiertos de una fina capa de plástico, la que tenía, erguidos los tres. Sin inmutarse. A su alrededor, mucho movimiento de cajas para arriba y para abajo que aguardan ayuda necesaria -muy necesaria- para quienes aun se encuentran en un país de ensueño que, en tres semanas, la tiranía rusa ha decidido convertir en un infierno.
Allí estaban esos tres chalecos antibalas que eran casi una metáfora de la resistencia ucraniana ante la masa soviética comunista de Putin. Erguidos, inmóviles pero sin un solo viso de rendirse ante nada.
Ahora viajan rumbo a Przemysl muy cerca de mi asiento en la parte de atrás de una Mercedes de última generación que recorre kilómetros y kilómetros franceses aproximándonos a Lyon. Mis acompañantes apenas chapurrean el español. Uno de ellos, al que ya hemos bautizado como «el capitán», Mihail, no podía ocultar su sorpresa cuando me subía con ellos.
-¿Pero este tío a qué viene?
Le preguntó a Petro, mi contacto ucraniano en El Escorial, ya amigo, que me ha conducido a ellos.
-Es periodista y nos está ayudando. Tenemos que ganar la guerra también en lo informativo.
-¿Y está loco?
Contesta este conductor que ya ha recorrido el trayecto entre Madrid y la frontera, de más de 2.500 por viaje, cuatro veces. Cinco con la que vamos montados. Pega tragos de manera incesante a un Red Bull de marca blanca que le mantiene despierto antes de dar el relevo al otro conductor. Y así, horas y horas. Hasta 29 o 30. O menos. Cuando se llegue.
La única norma de este viaje es llegar lo antes posible: la ayuda que llevamos, tiene incluso, nombre y apellidos. Tres defensores ucranianos requieren los chalecos; un señor mayor que vive a las afueras de Leópolis, necesita la silla de ruedas que se encuentra entre un puzzle de cajas: al no tomar su medicación contra la diabetes, esta le ha debilitado hasta no poder moverse.
También necesitan las latas de comida que llevan nombre de marcas españolas de las que habituamos tener en las despensas. En una situación así es, casi, lo único que asegura una correcta manutención. Abrir, calentar (si se puede) y comer. Comer, un lujo de esos en los que nadie piensa en tiempos de guerra.
A mi lado duerme una mujer cansada. Apenas ha descansado cuatro horas y nada más levantarse, me ofrece un pequeño croissant relleno de chocolate. Debe rondar los sesenta, cinco en España.
-Mi marido sí que habla mejor, lleva 20 aquí.
La pasada semana, su hija llegó a Madrid con dos niñas en brazos. Ahora es ella quien tiene que regresar a su tierra, a la frontera de ella más bien, a recoger a su otra nieta a la que acercarán allí. Su padre, hijo de mi acompañante, se queda en el frente. La carretera, tan larga y profunda, con ese punto de fuga, ni siquiera permite ver el fin de tanta mirada perdida.